Si leemos al austriaco Stefan Zweig, pronto nos daremos cuenta de que escribía con nostalgia de un tiempo y un lugar que realmente había pertenecido solo a unos pocos privilegiados del siglo XIX. Después de todo, el ambiente cultural e intelectual en el que creció, y la añoranza por ese tiempo, probablemente no se extendían a muchos trabajadores y campesinos que vivieron sus mismas décadas del Imperio austrohúngaro en condiciones mucho más precarias.
Sin embargo, su autobiografía El mundo de ayer provoca asombro y admiración por dos razones. Por un lado, podemos ver retratada una sucesión de acontecimientos históricos que desembocarían en un final (la Segunda Guerra Mundial) que los lectores conocemos pero que él, cuando los vivió, no podía ni imaginar. Las similitudes de esos años con la época actual son escalofriantes.
Por otro lado, Zweig defiende sin ambages la idea de una Europa cultural, sin fronteras, en la que el libre flujo de personas y conocimientos alimentaría no ideas nacionalistas sino supranacionalistas, continentales, y, esta vez sí, accesibles a todos los ciudadanos. Porque su utopía es transversal, profunda y nutre a cualquier europeo.
Es cierto que inicialmente la Unión Europea fue más una asociación práctica y económica que política o cultural. Pero a lo largo de las décadas, lo que nos une es cada vez más que lo que nos separa, y a las ventajas “prácticas” se unen también las ideológicas, que sostienen unos valores comunes, una forma de ver el mundo, de estar en él y de cuidar de quienes están con nosotros.
Por eso, para proteger esta idea de un continente unido, social y solidario, es importante votar en las elecciones al Parlamento Europeo. Aunque muchos países ya abrieron las urnas el jueves, la gran mayoría lo haremos mañana domingo 9 de junio.
La Unión Europea influye en toda nuestra vida. Gracias a ella, muchas políticas, resoluciones y decisiones se toman con el respaldo de una mayoría de gobernantes y ciudadanos que protegen esa idea unitaria. Así podemos viajar, vivir, estudiar y trabajar en países en los que no hemos nacido, recibir asistencia sanitaria, cooperar con investigadores internacionales y pagar en una misma moneda.
Por supuesto, la Unión es también imperfecta, como lo son todos los proyectos que involucran a millones de personas (y 27 países). En los últimos años ha sufrido una escisión (el Reino Unido con el Brexit) y las consecuencias de una ampliación que puede que no se hiciese con la cautela que requería –y que sirve de aviso para próximos casos–.
Actualmente, la Unión se enfrenta a los retos del siglo XXI: migraciones, cambio climático, nuevas tecnologías… En algunos casos, lidera con éxito los avances (como la regulación europea de la inteligencia artificial) y en otros, busca soluciones que no satisfacen a nadie (como la gestión del control de los inmigrantes).
Además, vivimos una guerra a las puertas de Europa (en Ucrania) y otra que resuena en todo el globo (el conflicto de Israel y Palestina).
Con todo este contexto mundial cambiante, la formación del nuevo Parlamento Europeo resulta más esencial que nunca. De quién se siente en ese hemiciclo dependerán muchas de las decisiones políticas que se tomarán en cada uno de nuestros países en los próximos cinco años. Y eso lo saben las campañas de desinformación, que están trabajando a pleno rendimiento.
Por eso la participación es importante. Porque está demostrado que el continente funciona mejor cuando está unido. Y porque la patria de Zweig –“la que había elegido mi corazón, Europa”– y la de todos nosotros merece cuidarse.
Claudia Lorenzo Rubiera, Cultura y The Conversation Europe, The Conversation
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.